
Pucara
a Marcelo Guajardo Rojas
y buscaste un destello en la ceguera 
temblando como un pájaro intoxicado
En donde la colina ha concluido su refugio, en el silencio, se estremece
unas manos avanzan desde su cervical, con los nudillos enterrados
en el fango. Es mi hermano me digo, el que sube con el ultimo respiro 
tiene siete años, es flaco, y está vendado de un brazo, pero sube
en búsqueda de la oculta bodega, allá, en la cima, crujiendo de oxido
un galpón que sirve para el almacenaje de pertrechos y pólvora. Los caballos
abajo y del otro lado un desprendimiento de pupila, la humedad 
de los primeros días de septiembre, la diminuta hierba que se eleva centímetros
una pequeña casa de madera con un cuarto reservado para el padre, 
en donde los ojos se salen de sus cuencas, se amontonan los pinceles 
en la charca de óleo y los cascos sobresalen de la tierra, aquí, un quejido 
en el bronce -Bajo todo lo que ves, están los Jesuitas, separados de lo que amaron-
-en esta máquina que rechina yo te fabricaré un trompo 
sígueme con los ojos ahora todo ha de girar.- Yo estoy bajo estos paltos, esperando 
las raíces y las larvas, una cubierta acaso, un refugio
el riñón que hace un hueco en la tierra y se cubre de agua.
-Vuelve por donde viniste, malparido, contrahecho- escuchas.
Una voz que sube hasta volverse otra voz, en el pasillo perfecta
el relieve de la Sagrada Familia, el padre y el niño la madre cegada 
el retablo, en la muralla frente, al espacioso baño y el pasillo
donde de pronto se ve el destello de algo tan oscuro como antiguo, sigue
por el camino que escarba la tierra hasta el barranco, el hueso, la caverna
el torno, un trozo de madera que gira tomado por los extremos 
los trompos nuevos amontonados en tarros.
Aquí de pronto el fuego reverdece todos los huesos 
aquí de pronto el fuego se llevó el follaje y dejó el páramo yerto
aquí de pronto la niebla no deja ver la cima del Pucara
aquí el sol calienta los cuerpos para que desnudos nos quedemos en silencio 
la tierra está fría bajo nuestros pies 
el hinojo crece en las orillas de las acequias 
en el campo inundado oí rezar el ángel de la guarda a mi hermano 
-ven a jugar al maizal- le dijeron 
el grano engorda en invierno y la inundación de julio será nuestra más amada catástrofe 
antes de hablar aprendimos los sonidos del espejo, el ojo del otro pegado al regazo
antes de hablar el fuego era lo único que nombrábamos
la hebra de la hoja que prevalece mientras su contorno se pudre
el rojo grano del pimiento hundido en el lodo
una araña que suspendida de los tallos de la maleza 
encuentra a quien infundir pavor. 
Oíste gritar a tu mujer entre el follaje.
Arrodillada. Se había arrancado los párpados. 
Y esto y mas que su plenitud, su cenit más abyecto,
un lugar en el mundo que de tan vasto se vuelve diminuto
al Pucara como a Combray iban todas las voces de la memoria
la catedral que desploma trozos de mármol luego del terremoto
el brocal de la plaza con el agua oculta bajo la bóveda
aquí de pronto la nariz y el cadalso de la respiración, la lechuza 
vuela silenciosa a través de la niebla que cubre el adobe. 
Atrás del maizal el rugido en la panamericana 
enmudece a los camiones llenos de estiércol 
aullando en la celda , colgada de los espolones 
la gallina busca el agua electrificada
Con los pies hundidos en la nieve, fotografiamos a la familia
San Bernardo 1971, las hortensias no habían crecido aún
sobre la hierva nueva de los primeros días de la primavera
en la colina empinada del cerro Chena los niños se deslizan en trineos 
El pequeño ataúd del país que me diste 
se pudre sobre el agua resplandeciente
Ve nadando hasta aquel vástago de piedra 
Tráeme un trozo de su cima, no tengas miedo
Ve nadando hasta aquel vástago de piedra 
que señala el lugar donde se hundió tu hermano
Este es mi hermano, 
el flaco cojo que camina a través la niebla 
al que le encomendamos pintar la habitación del padre 
los ojos de los retratos fuera de sus cuencas 
los ojos de Cristo fuera de sus cuencas. 
Este es el mediero de tu hermano 
el que tenía cáncer y murió de frío camino a la chacra 
con los perros de ropa en los pantalones 
para que la cadena de la bicicleta no los mordiera. 
Este es mi hermano, 
el flaco cojo que camina a través la niebla 
morirá el próximo mes.
Desde esta cima se divisa el miedo 
la hiedra y la mandíbula pegada al hueso retorcido 
vuelve a andar el que le volaron los sesos de un culatazo 
al barranco fueron las cabezas cortadas y las tibias secas, en el fondo 
los encorvados indígenas esperaban a sus enemigos 
metidos en sus pequeñas edificaciones de piedra
el golpe de macana y luego el profundo sosiego. 
Una explanada yerta donde el cardo se multiplica.
Ahora, mientras amanece 
puedo distinguir la silueta de una mujer 
inmóvil sobre la siguiente colina. 
No puedo hablar de este miedo, 
a la cima anclado al quejido y la noche
la rodilla flaca colgando de una silla de madera 
el silencio, la repulsión.
Una noche de estas vendrá el aullido encendido del Tue Tue 
a través de la celda tocará con una vara el agua en calma. Congelándola. 
Vuelve a crujir la madera de esta casa 
en las noches en que el viento silencia la respiración 
hasta hacer audible bajo la piel el eco del corazón agitado 
el vientre frío del pez, un beso 
que devuelve la conciencia de la oscuridad
los enormes ojos de las pinturas de mi padre 
la enorme pupila y dentro de ella
un pez muerto en la orilla de la acequia 
los dientes quebrados, la memoria quebrada, la compasión 
en los días en que se repite el acongojado ritual 
los alimentos, el decorado austero, el cerezo en medio del jardín
los agujeros del piso de madera en donde los juguetes se perdían para siempre 
muerde la mesa antes de la comida
llora de rabia antes de la comida, arropado 
al amparo de la discreta luz del velador. Temblando.
A la voz antigua del fuego el hueso opone la tenacidad de la rebeldía,
el temblor del miedo, la revuelta de la osamenta, el hombre que nace 
se arropa del frío de la noche para que el miedo y la ira sigan existiendo
el ojo estalla antes de que se pronuncie palabra alguna, recibiendo 
la caricia y el beso antes de la oscuridad y la quijada, la higuera 
que de noche se convierte en nuestra única morada, en sus raíces
las larvas buscan el calor de las nervaduras.
Le has roto los huesos a tu hermano
con un pequeño automóvil rojo 
que arrastraste por el pasillo de esta casa
Un violinista toca en el funeral de un niño
el aire remece las semillas del diente de león
hasta desprenderlas de su médula. 
Enero y su lengua salobre
orada la piel hasta formar un surco
Me diste de comer cenizas 
y mi boca se lleno de sangre
Al pie de de la pequeña capilla de adobe 
el camino de Santa Teresa dobla sobre los guijarros 
y se interna en los Bajos de San Agustín. 
Al pie del barrancón el polvo recobra su dominio. 
Entre el suelo y las primeras hojas de los álamos 
en la pequeña capilla la virgen sobre la piedra 
como una criatura sola y desgreñada allí, de rodillas 
pediste por ti mismo, para que de pronto este día interminable 
diera paso a la oscuridad, la lengua fuera inservible y la carne tu único alimento. 
Al pie de la pequeña capilla de adobe 
donde dejaste que el jazmín creciera bajo la gruta 
la pezuña levantó el polvo, al galope hacia los Bajos 
los cerdos recibían chillando el garrote y tu pedías por ti mismo 
una boca que ha dejado de ser una boca 
un ojo cortado entre las matas de hinojo 
el agua que cae rugiendo desde la compuerta 
el vino derramado al costado de la mesa. 
Este que ves es el único territorio. 
Este que hueles es el único lugar 
La memoria despojada 
opone tenaz resistencia al polvo. 
Oyes un grito que corta la niebla 
te levantas, es un grito agudo 
como el de un animal que con pereza 
recobra su piel de las púas.
No había oscuridad mayor 
que en aquella boca cerrada de la Posada, 
aquel espacio donde las moscas tornaban alrededor del hule 
colgado de los dientes de la casa. 
Una casa como una grieta 
donde el mediero se emborracha lentamente.
Su bicicleta anudada al tronco de un pimiento. 
A veces, solo a veces, había pantrucas para comer.
Este que huelo es un mundo pequeño 
al amparo de Tue Tue persiste 
el reloj de la carroña batiendo
el espesor de la noche 
no podías hablar y ya pensabas en la muerte
con el dedo indicando el Sagrado Corazón
el Cristo parecía la muerte, suspendido
inmóvil en el muro, confiado 
como el zorzal que anida en la caja eléctrica del porche.
Este que oigo es un mundo pequeño 
la cantata de Bach y el regocijo de Haendel, 
el Rosario de la tarde, postrada la casa y sus cimientos, 
el jazmín cortado a los pies de la Madre Tres Veces Admirable de Schoenstatt. 
Este que palpo es un mundo pequeño, 
el relieve de las venas que sobresalen de las manos, 
la lenta respiración del dormido, el territorio 
que se extiende desde la barbilla hasta su frente. 
En este pequeño mundo 
colocamos al padre sobre la mesa 
y lo devoramos en silencio.
Así el redoble de la bota 
un número allí 
donde la bomba cae y perfora 
el cuerpo sedimentario 
después de que la niebla lo devorara todo 
te toqué el rostro para saber quien eras
de que estabas hecho 
si tus ojos permanecían cerrados. 
Al acantilado donde el grito llama 
en la cuenca de los caballos el galope sucede 
y es lo único que nos está permitido oír.
Al amparo del grito del ajo recién cortado, arrancado del sueño 
con los brazos estirados a la oscuridad, abrazando, el ligero temor
del brocal que se abre con los primeros rayos del sol, el tiempo, 
inmóvil en la grieta, con suma precisión, la pereza, esta vez del lado de la vigilia
una pupila que cede a la luz mortecina y oscilante del fuego, llueve 
y en las hojas de las calas resbala parte del agua que escurre desde el techo
el resto, se interna en los orificios de la colmena abandonada de las avispas.
En el lugar donde estuvo la carne, el agua, preña el espacio y olvida.
Arrancada, aun palpita frágil la vigilia, allí, el sol 
ve su gemelo en el espejo y gime, preparando 
el fuego donde arderán las cosas, la rama seca del caqui
la pierna amputada, el ronquido tembloroso de los otros,
ocultos en las habitaciones de esta casa, en el altillo
donde mi padre ordena las pequeñas planchas de metal
el bronce repartido, y el frío, quemando el único beso
que despojado del bien y del mal me diste antes de dormir.
Una pupila que resistió al sueño y el miedo
un hueso que la brasa escarbó hasta la médula. 
Sangraste. 
Dentro de la oscura gruta 
de la Madre Tres Veces Admirable
con la pierna amputada 
el dolor fue tu pan, la ira fue tu agua. 
el grito del cardo, entonces, rasgando.
Toma este puñado de cenizas y llévalas contigo.
Cerca, de improviso, el resplandor alcanza cada partícula
que recorre la traquea y sientes, un pedazo del sol que nace y tiembla, 
los segundos que siguen al trayecto, desde su cenit al abismo
de la vida que recobra sus mandíbulas y sus agujas para cobrar el precio de un latido
el escarnio de aquello que con forma de hombre se interna en el follaje, 
el infinito espesor, la grieta, tu rostro fijo recibe la sangre y el grano. Un destello. 
Toma lo que se te ha dado y vete, 
recostado sobre la hierba nueva del Pucara, olvida.
La hilera de gallinas tomadas por los espolones
el gemido del cerdo, tu pierna amputada,
tu voz que se pierde en la carne. 
Con la primera lluvia de marzo, 
en el fango junto al muro. Sembraste. 
El aromo que ardió de noche en medio del páramo.
Un rito que soporta la levedad del fuego, un leño, las brasas, el rezo, una a una
en tus manos las cuentas del Rosario, oíste el primer canto del gallo, arrodillado,
celoso de tu propia culpa, inerte casi, al entumecimiento del espejo, cayendo, 
en el brocal donde el agua tornaba en espesa ira, murmurando, aquella esperanza ilegible
que con el silencio se mezclaba hasta formar un barro fresco que untabas en tus ojos,
y alimentas, despojado, el cuerpo del fuego que en el fondo del brocal agita un vieja máscara
maldiciendo, aquella oscuridad que te es insoportable, lo mismo que la compasión,
que hace del moribundo un juez despiadado. La bruma cubre el techo oblicuo de las fábricas, 
las gotas de lluvia colman el cántaro de las calas, el hígado cortado de un pollo 
se enfría lentamente sobre la mesa. 
Ahora, sin tus miembros, sin tu voz, humilde como pocos, bebiendo el agua de las manos de otro, lentamente exhalas la efímera intensidad que te fue dada. 
Este cielo de granito, inmóvil, afilado, que cubre el páramo donde caminaste a tientas,
este cielo, esta sangre que precede a la noche absoluta, este desgarro, este inútil latido, 
este necio relámpago de piedad, esta hambruna, esta catástrofe invisible, esta culpa, estos clavos,
este esquivo relincho, esta ceguera, este bello entumecimiento, este amor extenuado,
esta persistente cordura. Corre la acequia en donde la tierra ha abierto un surco, sucede, 
el tambor del rito. Un hueso obstinado se nombra en la podredumbre.
Al altillo lleno de polvo, un niño sube antes de anochecer, palpando
en la oscuridad los contornos de los retablos y los zapatos. El soplido. 
El sordo y acompasado eco de una escoba, el vapor del caldo sobre la mesa
los peldaños crujiendo bajo el peso de la mueca que persiste 
este rostro ha dejado de pertenecerte, hecho de cal y saliva, tragado
de pronto por el fuego repentino, temeroso acaso, de un insulto, 
de una mentira que con las manos ajadas por las cenizas 
borra las marcas de este carnaval.
Con las uñas apretadas, inhalas, el viejo perfume de los helechos
la piel herida, en cuyo agujero un ojo arrancado canta, el conjuro
de un rezo que se aproxima al amanecer, 23 de junio.
Juan el Bautista sobre la tierra quemada. Reptando.
Subiste los peldaños hasta la cima 
donde la escalera se confundía con las ramas de la higuera 
por encima de tu cabeza, una lechuza inmóvil
con los con ojos entrecerrados de espanto 
A quien de pronto el follaje tragó parte del cuerpo 
como una mandíbula que se cierra sobre el agua
a quién el sopor del sueño le bastó para complacer la sangre
a quién de puntillas y en silencio frente al brocal 
dejó vibrar el agua rezando a un Dios manco 
a quién descalzo orinó en la boca de un pájaro
a quién vio a Juan el Bautista sembrar orejas en la tierra húmeda
a quién escarba con una cuchara el corazón de su gemelo
a quién el placer del juego en la colina de viruta 
colmó como a un pez saciado
a quién mordió la tierra endurecida del invierno
y arrancó el bulbo antes de germinar
a quién su fe en la cordura le reservó el vino para la comida
a quién el destello de la palabra enquistó incertidumbre y ceguera
a quién detestó cada trozo de sí mismo
cada intervalo de aire, cada geométrica presencia
a quién llamó a la materia, ceniza, letargo, pulso.
A quién escucha el endurecido recuerdo 
de su propia voz que clama bajo la lluvia.
Me diste un lugar donde jugar, una construcción a la cual llamar guarida 
por primera vez en la humedad y la sombra el brazo precipita y se enquista 
me diste un lugar bajo los árboles lo construiste para que lo habitara, allí 
en la oscuridad, dibujé tu rostro de memoria. 
Me diste un lugar en el frío y en el miedo 
me diste un hermano silencioso y unos ojos devorados por el lenguaje 
me diste el barro con que modelar la Sagrada Familia 
la piedra para los cimientos del retablo
una locomotora oculta bajo el polvo
el fruto devorado por guarenes
la ira como un hacha revelada 
Quédate en la oscuridad de este pasillo 
donde pueda ver tu silueta 
dile a mi madre que partiste
que te escondieron el corazón 
y lo dejaron abandonado en la humedad de los helechos
dile que el fuego te consumió de noche 
que eres el Pucara que la niebla oculta antes del temporal


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