Tuesday, November 06, 2007


Pucara


a Marcelo Guajardo Rojas








y buscaste un destello en la ceguera

temblando como un pájaro intoxicado












En donde la colina ha concluido su refugio, en el silencio, se estremece

unas manos avanzan desde su cervical, con los nudillos enterrados

en el fango. Es mi hermano me digo, el que sube con el ultimo respiro

tiene siete años, es flaco, y está vendado de un brazo, pero sube

en búsqueda de la oculta bodega, allá, en la cima, crujiendo de oxido

un galpón que sirve para el almacenaje de pertrechos y pólvora. Los caballos

abajo y del otro lado un desprendimiento de pupila, la humedad

de los primeros días de septiembre, la diminuta hierba que se eleva centímetros

una pequeña casa de madera con un cuarto reservado para el padre,

en donde los ojos se salen de sus cuencas, se amontonan los pinceles

en la charca de óleo y los cascos sobresalen de la tierra, aquí, un quejido

en el bronce -Bajo todo lo que ves, están los Jesuitas, separados de lo que amaron-

-en esta máquina que rechina yo te fabricaré un trompo

sígueme con los ojos ahora todo ha de girar.- Yo estoy bajo estos paltos, esperando

las raíces y las larvas, una cubierta acaso, un refugio

el riñón que hace un hueco en la tierra y se cubre de agua.

-Vuelve por donde viniste, malparido, contrahecho- escuchas.

Una voz que sube hasta volverse otra voz, en el pasillo perfecta

el relieve de la Sagrada Familia, el padre y el niño la madre cegada

el retablo, en la muralla frente, al espacioso baño y el pasillo

donde de pronto se ve el destello de algo tan oscuro como antiguo, sigue

por el camino que escarba la tierra hasta el barranco, el hueso, la caverna

el torno, un trozo de madera que gira tomado por los extremos

los trompos nuevos amontonados en tarros.














Aquí de pronto el fuego reverdece todos los huesos

aquí de pronto el fuego se llevó el follaje y dejó el páramo yerto

aquí de pronto la niebla no deja ver la cima del Pucara

aquí el sol calienta los cuerpos para que desnudos nos quedemos en silencio

la tierra está fría bajo nuestros pies

el hinojo crece en las orillas de las acequias

en el campo inundado oí rezar el ángel de la guarda a mi hermano

-ven a jugar al maizal- le dijeron

el grano engorda en invierno y la inundación de julio será nuestra más amada catástrofe

antes de hablar aprendimos los sonidos del espejo, el ojo del otro pegado al regazo

antes de hablar el fuego era lo único que nombrábamos

la hebra de la hoja que prevalece mientras su contorno se pudre

el rojo grano del pimiento hundido en el lodo

una araña que suspendida de los tallos de la maleza

encuentra a quien infundir pavor.

Oíste gritar a tu mujer entre el follaje.

Arrodillada. Se había arrancado los párpados.





















Y esto y mas que su plenitud, su cenit más abyecto,

un lugar en el mundo que de tan vasto se vuelve diminuto

al Pucara como a Combray iban todas las voces de la memoria

la catedral que desploma trozos de mármol luego del terremoto

el brocal de la plaza con el agua oculta bajo la bóveda

aquí de pronto la nariz y el cadalso de la respiración, la lechuza

vuela silenciosa a través de la niebla que cubre el adobe.


Atrás del maizal el rugido en la panamericana

enmudece a los camiones llenos de estiércol

aullando en la celda , colgada de los espolones

la gallina busca el agua electrificada


Con los pies hundidos en la nieve, fotografiamos a la familia

San Bernardo 1971, las hortensias no habían crecido aún

sobre la hierva nueva de los primeros días de la primavera

en la colina empinada del cerro Chena los niños se deslizan en trineos


El pequeño ataúd del país que me diste

se pudre sobre el agua resplandeciente

















Ve nadando hasta aquel vástago de piedra

Tráeme un trozo de su cima, no tengas miedo

Ve nadando hasta aquel vástago de piedra

que señala el lugar donde se hundió tu hermano















Este es mi hermano,

el flaco cojo que camina a través la niebla

al que le encomendamos pintar la habitación del padre

los ojos de los retratos fuera de sus cuencas

los ojos de Cristo fuera de sus cuencas.

Este es el mediero de tu hermano

el que tenía cáncer y murió de frío camino a la chacra

con los perros de ropa en los pantalones

para que la cadena de la bicicleta no los mordiera.

Este es mi hermano,

el flaco cojo que camina a través la niebla

morirá el próximo mes.


















Desde esta cima se divisa el miedo

la hiedra y la mandíbula pegada al hueso retorcido

vuelve a andar el que le volaron los sesos de un culatazo

al barranco fueron las cabezas cortadas y las tibias secas, en el fondo

los encorvados indígenas esperaban a sus enemigos

metidos en sus pequeñas edificaciones de piedra

el golpe de macana y luego el profundo sosiego.

Una explanada yerta donde el cardo se multiplica.

Ahora, mientras amanece

puedo distinguir la silueta de una mujer

inmóvil sobre la siguiente colina.


















No puedo hablar de este miedo,

a la cima anclado al quejido y la noche

la rodilla flaca colgando de una silla de madera

el silencio, la repulsión.

Una noche de estas vendrá el aullido encendido del Tue Tue

a través de la celda tocará con una vara el agua en calma. Congelándola.

Vuelve a crujir la madera de esta casa

en las noches en que el viento silencia la respiración

hasta hacer audible bajo la piel el eco del corazón agitado

el vientre frío del pez, un beso

que devuelve la conciencia de la oscuridad

los enormes ojos de las pinturas de mi padre

la enorme pupila y dentro de ella

un pez muerto en la orilla de la acequia

los dientes quebrados, la memoria quebrada, la compasión

en los días en que se repite el acongojado ritual

los alimentos, el decorado austero, el cerezo en medio del jardín

los agujeros del piso de madera en donde los juguetes se perdían para siempre

muerde la mesa antes de la comida

llora de rabia antes de la comida, arropado

al amparo de la discreta luz del velador. Temblando.



















A la voz antigua del fuego el hueso opone la tenacidad de la rebeldía,

el temblor del miedo, la revuelta de la osamenta, el hombre que nace

se arropa del frío de la noche para que el miedo y la ira sigan existiendo

el ojo estalla antes de que se pronuncie palabra alguna, recibiendo

la caricia y el beso antes de la oscuridad y la quijada, la higuera

que de noche se convierte en nuestra única morada, en sus raíces

las larvas buscan el calor de las nervaduras.



















Le has roto los huesos a tu hermano

con un pequeño automóvil rojo

que arrastraste por el pasillo de esta casa



















Un violinista toca en el funeral de un niño

el aire remece las semillas del diente de león

hasta desprenderlas de su médula.

Enero y su lengua salobre

orada la piel hasta formar un surco

Me diste de comer cenizas

y mi boca se lleno de sangre



















Al pie de de la pequeña capilla de adobe

el camino de Santa Teresa dobla sobre los guijarros

y se interna en los Bajos de San Agustín.

Al pie del barrancón el polvo recobra su dominio.

Entre el suelo y las primeras hojas de los álamos

en la pequeña capilla la virgen sobre la piedra

como una criatura sola y desgreñada allí, de rodillas

pediste por ti mismo, para que de pronto este día interminable

diera paso a la oscuridad, la lengua fuera inservible y la carne tu único alimento.

Al pie de la pequeña capilla de adobe

donde dejaste que el jazmín creciera bajo la gruta

la pezuña levantó el polvo, al galope hacia los Bajos

los cerdos recibían chillando el garrote y tu pedías por ti mismo

una boca que ha dejado de ser una boca

un ojo cortado entre las matas de hinojo

el agua que cae rugiendo desde la compuerta

el vino derramado al costado de la mesa.

Este que ves es el único territorio.

Este que hueles es el único lugar

La memoria despojada

opone tenaz resistencia al polvo.

Oyes un grito que corta la niebla

te levantas, es un grito agudo

como el de un animal que con pereza

recobra su piel de las púas.




















No había oscuridad mayor

que en aquella boca cerrada de la Posada,

aquel espacio donde las moscas tornaban alrededor del hule

colgado de los dientes de la casa.

Una casa como una grieta

donde el mediero se emborracha lentamente.

Su bicicleta anudada al tronco de un pimiento.

A veces, solo a veces, había pantrucas para comer.























Este que huelo es un mundo pequeño

al amparo de Tue Tue persiste

el reloj de la carroña batiendo

el espesor de la noche

no podías hablar y ya pensabas en la muerte

con el dedo indicando el Sagrado Corazón

el Cristo parecía la muerte, suspendido

inmóvil en el muro, confiado

como el zorzal que anida en la caja eléctrica del porche.

Este que oigo es un mundo pequeño

la cantata de Bach y el regocijo de Haendel,

el Rosario de la tarde, postrada la casa y sus cimientos,

el jazmín cortado a los pies de la Madre Tres Veces Admirable de Schoenstatt.

Este que palpo es un mundo pequeño,

el relieve de las venas que sobresalen de las manos,

la lenta respiración del dormido, el territorio

que se extiende desde la barbilla hasta su frente.

En este pequeño mundo

colocamos al padre sobre la mesa

y lo devoramos en silencio.



























Así el redoble de la bota

un número allí

donde la bomba cae y perfora

el cuerpo sedimentario

después de que la niebla lo devorara todo

te toqué el rostro para saber quien eras

de que estabas hecho

si tus ojos permanecían cerrados.

Al acantilado donde el grito llama

en la cuenca de los caballos el galope sucede

y es lo único que nos está permitido oír.
























Al amparo del grito del ajo recién cortado, arrancado del sueño

con los brazos estirados a la oscuridad, abrazando, el ligero temor

del brocal que se abre con los primeros rayos del sol, el tiempo,

inmóvil en la grieta, con suma precisión, la pereza, esta vez del lado de la vigilia

una pupila que cede a la luz mortecina y oscilante del fuego, llueve

y en las hojas de las calas resbala parte del agua que escurre desde el techo

el resto, se interna en los orificios de la colmena abandonada de las avispas.

En el lugar donde estuvo la carne, el agua, preña el espacio y olvida.























Arrancada, aun palpita frágil la vigilia, allí, el sol

ve su gemelo en el espejo y gime, preparando

el fuego donde arderán las cosas, la rama seca del caqui

la pierna amputada, el ronquido tembloroso de los otros,

ocultos en las habitaciones de esta casa, en el altillo

donde mi padre ordena las pequeñas planchas de metal

el bronce repartido, y el frío, quemando el único beso

que despojado del bien y del mal me diste antes de dormir.





















Una pupila que resistió al sueño y el miedo

un hueso que la brasa escarbó hasta la médula.

Sangraste.

Dentro de la oscura gruta

de la Madre Tres Veces Admirable

con la pierna amputada

el dolor fue tu pan, la ira fue tu agua.

el grito del cardo, entonces, rasgando.

Toma este puñado de cenizas y llévalas contigo.
























Cerca, de improviso, el resplandor alcanza cada partícula

que recorre la traquea y sientes, un pedazo del sol que nace y tiembla,

los segundos que siguen al trayecto, desde su cenit al abismo

de la vida que recobra sus mandíbulas y sus agujas para cobrar el precio de un latido

el escarnio de aquello que con forma de hombre se interna en el follaje,

el infinito espesor, la grieta, tu rostro fijo recibe la sangre y el grano. Un destello.
























Toma lo que se te ha dado y vete,

recostado sobre la hierba nueva del Pucara, olvida.

La hilera de gallinas tomadas por los espolones

el gemido del cerdo, tu pierna amputada,

tu voz que se pierde en la carne.

Con la primera lluvia de marzo,

en el fango junto al muro. Sembraste.

El aromo que ardió de noche en medio del páramo.


























Un rito que soporta la levedad del fuego, un leño, las brasas, el rezo, una a una

en tus manos las cuentas del Rosario, oíste el primer canto del gallo, arrodillado,

celoso de tu propia culpa, inerte casi, al entumecimiento del espejo, cayendo,

en el brocal donde el agua tornaba en espesa ira, murmurando, aquella esperanza ilegible

que con el silencio se mezclaba hasta formar un barro fresco que untabas en tus ojos,

y alimentas, despojado, el cuerpo del fuego que en el fondo del brocal agita un vieja máscara

maldiciendo, aquella oscuridad que te es insoportable, lo mismo que la compasión,

que hace del moribundo un juez despiadado. La bruma cubre el techo oblicuo de las fábricas,

las gotas de lluvia colman el cántaro de las calas, el hígado cortado de un pollo

se enfría lentamente sobre la mesa.

Ahora, sin tus miembros, sin tu voz, humilde como pocos, bebiendo el agua de las manos de otro, lentamente exhalas la efímera intensidad que te fue dada.
























Este cielo de granito, inmóvil, afilado, que cubre el páramo donde caminaste a tientas,

este cielo, esta sangre que precede a la noche absoluta, este desgarro, este inútil latido,

este necio relámpago de piedad, esta hambruna, esta catástrofe invisible, esta culpa, estos clavos,

este esquivo relincho, esta ceguera, este bello entumecimiento, este amor extenuado,

esta persistente cordura. Corre la acequia en donde la tierra ha abierto un surco, sucede,

el tambor del rito. Un hueso obstinado se nombra en la podredumbre.
























Al altillo lleno de polvo, un niño sube antes de anochecer, palpando

en la oscuridad los contornos de los retablos y los zapatos. El soplido.

El sordo y acompasado eco de una escoba, el vapor del caldo sobre la mesa

los peldaños crujiendo bajo el peso de la mueca que persiste

este rostro ha dejado de pertenecerte, hecho de cal y saliva, tragado

de pronto por el fuego repentino, temeroso acaso, de un insulto,

de una mentira que con las manos ajadas por las cenizas

borra las marcas de este carnaval.




























Con las uñas apretadas, inhalas, el viejo perfume de los helechos

la piel herida, en cuyo agujero un ojo arrancado canta, el conjuro

de un rezo que se aproxima al amanecer, 23 de junio.

Juan el Bautista sobre la tierra quemada. Reptando.




























Subiste los peldaños hasta la cima

donde la escalera se confundía con las ramas de la higuera

por encima de tu cabeza, una lechuza inmóvil

con los con ojos entrecerrados de espanto
























A quien de pronto el follaje tragó parte del cuerpo

como una mandíbula que se cierra sobre el agua

a quién el sopor del sueño le bastó para complacer la sangre

a quién de puntillas y en silencio frente al brocal

dejó vibrar el agua rezando a un Dios manco

a quién descalzo orinó en la boca de un pájaro

a quién vio a Juan el Bautista sembrar orejas en la tierra húmeda

a quién escarba con una cuchara el corazón de su gemelo

a quién el placer del juego en la colina de viruta

colmó como a un pez saciado

a quién mordió la tierra endurecida del invierno

y arrancó el bulbo antes de germinar

a quién su fe en la cordura le reservó el vino para la comida

a quién el destello de la palabra enquistó incertidumbre y ceguera

a quién detestó cada trozo de sí mismo

cada intervalo de aire, cada geométrica presencia

a quién llamó a la materia, ceniza, letargo, pulso.

A quién escucha el endurecido recuerdo

de su propia voz que clama bajo la lluvia.


























Me diste un lugar donde jugar, una construcción a la cual llamar guarida

por primera vez en la humedad y la sombra el brazo precipita y se enquista

me diste un lugar bajo los árboles lo construiste para que lo habitara, allí

en la oscuridad, dibujé tu rostro de memoria.

Me diste un lugar en el frío y en el miedo

me diste un hermano silencioso y unos ojos devorados por el lenguaje

me diste el barro con que modelar la Sagrada Familia

la piedra para los cimientos del retablo

una locomotora oculta bajo el polvo

el fruto devorado por guarenes

la ira como un hacha revelada

Quédate en la oscuridad de este pasillo

donde pueda ver tu silueta

dile a mi madre que partiste

que te escondieron el corazón

y lo dejaron abandonado en la humedad de los helechos

dile que el fuego te consumió de noche

que eres el Pucara que la niebla oculta antes del temporal




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